“He comprendido entonces que yo, al menos, no he
cesado de ser un apestado durante todos estos largos años
donde sin embargo, con toda mi alma, creía luchar contra la
peste. He aprendido que yo había, indirectamente,
condenado a muerte a miles de personas, que yo había
incluso provocado estas muertes, encontrando buenas las
acciones y los principios que fatalmente la habían
desencadenado. Los demás no parecían molestos por esto o
por lo menos no hablaban nunca espontáneamente. Yo
tenía un nudo en la garganta. Estaba con ellos y sin
embargo estaba solo. Cuando llegaba el momento de
exponer mis escrúpulos, ellos me decían que había que
pensar en lo que estaba en juego y me daban razones a
veces impresionantes, para hacerme tragar lo que no
llegaba a deglutir. Pero yo les contestaba que los grandes
apestados, los que se ponen hábitos rojos, también tienen
excelentes razones en estos casos y que si yo admitía las
razones de fuerza mayor y las necesidades invocadas por
los pequeños apestados, no podría rechazar la de los
mayores. Me resaltaban que la buena manera de dar la
razón a los hábitos rojos era la de dejarles la exclusividad
de la condena. Pero yo me decía entonces que si se cedía
una vez, no había razón para parar. Me parece que la
historia me dio la razón, hoy es a quien matará más. Todos
están en el furor del crimen, y no pueden hacer otra cosa.
“Mi asunto, en todo caso, no era el razonamiento. Era el
búho rojo, esta sucia aventura donde sucias bocas apestadas
anunciaban a un hombre encadenado que iba a morir y
arreglaban todas las cosas para que muriese, en efecto,
después de noches y noches de agonía durante las cuales
esperaba ser asesinado con los ojos abiertos. Mi asunto era
el agujero en el pecho. Y me decía que esperando, al menos
por mi parte, rechazaría dar una sola razón, una sola, usted
me entiende, a esta repugnante carnicería. Si, he elegido
esta ceguera obstinada esperando poder ver con más
claridad.
“Desde entonces no he cambiado. Hace ya mucho tiempo
que tengo vergüenza, vergüenza total de haber sido, sea de
lejos, sea de cerca, un criminal a mi vez. Con el tiempo
simplemente me he dado cuenta que incluso los que eran
mejores que los otros no podían impedir hoy en día matar o
dejar matar porque no era lógico donde ellos vivían y que
nosotros no podíamos hacer ningún gesto en este mundo
sin arriesgarnos a matar. Si, he continuado teniendo
vergüenza, he sabido que todos estábamos apestados y he
perdido la paz. Aún la busco hoy en día intentando
comprender a todos y de no ser un mortal enemigo de
nadie. Se solamente que hay que hacer lo que haga falta
para no ser un apestado y que solo es eso lo que nos puede
hacer esperar la paz, o una buena muerte, en su lugar. Solo
es eso lo que puede aliviar a los hombres y, sino salvarles,
por lo menos hacerles el menor mal posible e incluso algo
de bien. Y es por lo que he decidido rehusar todo lo que,
de lejos o de cerca, por buenas o malas razones, hagan
morir o justificar que se haga morir.
“Es por lo que esta epidemia no me ha enseñado nada,
solo que hay que combatirla a vuestro lado. Se a ciencia
cierta (si, Rieux, lo se todo de la vida, ya lo ve) que cada
uno la lleva en si, la peste, porque nadie, no, nadie en el
mundo está indemne. Y que hay que vigilar constantemente
para no ser conducido, en un minuto de distracción, a
respirar en la cara de otro y a contagiarle la infección. Lo
que es natural es el microbio. El resto, la salud, la
integridad, la pureza si usted quiere, es el efecto de una
voluntad y de una voluntad que no debe pararse nunca. El
hombre honesto, el que no infecta a nadie, es el que menos
se distrae. ¡Y hace falta voluntad y tensión para no estar
nunca distraído! Si, Rieux, es verdaderamente fatigoso ser
un apestado. Pero es aun más cansado no querer serlo. Es
por eso que todo el mundo está cansado, porque todo el
mundo, hoy, se encuentra un poco apestado. Pero es por
eso que algunos que quieren dejar de serlo, experimental
una fatiga tal, de la que solo se libraran con la muerte.
“Desde entonces se que yo no valgo nada para este
mundo, y que a partir del momento en que he renunciado
a matar, me he condenado a un definitivo exilio. Son los
demás, los que harán historia. Se que no puedo
aparentemente juzgarles. Hay una cualidad que me falta
para ser un asesino razonable. No es una superioridad. Pero
ahora consiento en ser lo que soy, he aprendido a ser
modesto. Cuento solamente lo que hay en esta tierra de
plagas y de víctimas y que hace falta, mientras sea posible,
rechazar estar con la epidemia. Esto quizás pueda parecerle
un poco simple, y no se si lo es, pero se que es verdad. He
oído tantos razonamientos que ha faltado poco para
volverme loco, y que han revuelto tantas cabezas para
hacerles consentir el asesinato que he comprendido que
todas las desgracias de los hombres venían por no tener un
lenguaje claro. He tomado partido por hablar y ser claro,
para ponerme en el buen camino. Por consecuente, digo
que hay epidemias y víctimas, y nada más. Si diciendo esto
yo mismo me vuelvo plaga, al menos no consiento. Trato
de ser un asesino inconsciente. Ya ve usted que no es una
gran ambición.
“Haría falta, obviamente, que hubiese una tercera
categoría, la de los verdaderos médicos, pero es un hecho
que no se da mucho y que debe de ser difícil. Es por lo que
he decidido ponerme del lado de las víctimas, siempre, para
limitar los estragos. En medio de ellas, puedo al menos
buscar como se llega a la tercera categoría, es decir, a la
paz.
Al acabar, Tarrou, balanceaba su pierna y golpeaba
suavemente la terraza con el pie. Después de un silencio, el
doctor se incorporó un poco y preguntó a Tarrou si tenía
idea del camino que había de tomar para llegar a la paz.
- Si, la simpatía.